miércoles, 21 de agosto de 2013

Tras el silencio

Lloró. La niña lloró como si no existiera un mañana. La delicada y pequeña criatura estaba acuclillada frente a dos tumbas, las cuales compartían la misma lápida de granito con varias inscripciones en ella y algún que otro detalle. Sus manitas, cerradas en suaves puños, restregaban continuamente sus ojos que se encontraban enrojecidos e inundados en un mar de contínuas lágrimas sin fin que se mezclaban con las gotas de lluvia. Varios mechones de su dorado y empapado cabello cubrían su delicado rostro de infante. Ya nunca más unas firmes pero dulces manos peinarían su pelo con mimo maternal ni lo adornaría con hermosos lazos de todos los colores, realzando aún más la angelical carita de muñeca de la chiquilla. La gente del pueblo ignoraba por cuanto tiempo habría estado la pequeña frente al lugar de descanso de sus progenitores…, y cabe decir, que tampoco les importaba demasiado. Lo único que sí sabían era que alguien la encontró dormida o desmayada. Su piel blanquecina había adquirido un tono azulado al estar varias horas al frío de la noche y de la lluvia. El buen doctor que la atendió, le había puesto un paño humedecido en agua fría para intentar bajarle la fiebre. A decir verdad, este médico fue quien la halló casi en el estado de hipotermia y el único que se había mostrado más que dispuesto en cuidar a esa pobre criatura, dado que el resto de pueblerinos se habían negado. Éstos afirmaban, con total convencimiento, de que la familia estaba maldita y temían acercarse a la única superviviente de aquél desastre. Nadie hablaba de lo que había ocurrido. El miedo de desatar la ira de alguien, de algún ser superior, era superior a todo, incluso superior al miedo a la muerte, y, por eso mismo, declararon el tema como algo tabú. No obstante, el buen doctor, que era un hombre de ciencia, no creía ni en maldiciones, ni en magia, ni en nada que pareciese la obra delirante de una persona que, seguramente, tomó lo que no debía para imaginarse a, por ejemplo, dragones surcar los cielos. Soltó una pequeña carcajada mientras negaba con la cabeza, despacio. Le resultó demasiado ridículo que hombres hechos y derechos creyeran en esas historias de viejas chochas y de niños. Se recostó en su sillón, clavando sus penetrantes ojos azules en la niña que dormía profundamente mientras se rascaba su canosa barba con la boquilla de la pipa. Arqueaba, de vez en cuando, sus cejas, bastante pobladas de pelos castaños que el tiempo aún no se había cebado con ellos para tornarlos de un tono grisáceo. Sabía que algo lo intrigaba demasiado en la historia que los pueblerinos se empeñaban en no contar; mas ignoraba qué era realmente lo que le daba mala espina. Se inclinó hacia delante, haciendo que su rostro, que había permanecido en las sombras, se iluminara gracias a las velas que rodeaban a la niña. Colocó su gran mano sobre la frente de ella. Su mente formulaba innumerables cuestiones y daba por sentado que seguirían en una incógnita ante la repentina afonía del pueblo. Él no había estado cuando ocurrió el incidente. Recién había partido hacia el pueblo más próximo (alrededor de dos horas de distancia) a atender a algunos pacientes que requerían su presencia inmediata. Al caer la gélida noche, abandonado la aldea vecina para regresar a su consulta. Al llegar, casi entrando a la madrugada, se sorprendió al enterarse de que los RedSun habían fallecido en su ausencia y que su única hija se encontraba desmayada sobre sus tumbas. Y ya no le habían contado más. Dejó escapar un suspiro, volviendo a recostarse en su sillón de terciopelo verde. Su mirada estaba perdida en algún punto de la estancia mientras se mesaba su barba de forma inconsciente, sumido en sus pensamientos. “¿Qué demonios pasa?”. Esa era la pregunta que más taladraba su mente, seguida de: “¿Qué habrá pasado para que no suelten prenda?”. Una de las posibles respuesta hizo que un escalofrío helado recorriera todo su cuerpo, dejándolo casi inerte en el sitio. “¿De verdad serían capaces?” Negó varias veces, queriendo desechar ese terrorífico planteamiento… Aunque era bien sabido que los RedSun no eran muy queridos en el pueblo pero…, “¿Para llegar a asesinarlos? ¿En serio?”. Sintió que las tripas se le revolvían a medida que un nudo en el estómago parecía aumentar al igual que su miedo. Sacó un paño de seda y limpió sus redondas gafas. Las colocó sobre el puente de su nariz y se levantó, dirigiéndose hacia la ventana, mirando tras ella. Contempló todos los edificios que alcanzaba a ver; sus techos bañados en plata por la luna le daban un aspecto sombrío. Si no lo mataban a él, podría intentar indagar sobre lo que había sucedido en las horas en las que él se había ausentado… Aunque por otro lado no quería…, dado que le inquietaba demasiado si podrían llegar a eliminarlo si llegaba a saber demasiado. Apretó los puños fuertemente y observó de reojo a la chiquilla. Dejó escapar otro largo suspiro lleno de amargura, volviendo sus ojos hacia lo que había más allá de la ventana. Lo haría y llegaría hasta el final si era necesario. Asintió varias veces para aumentar su convencimiento mientras volvía a sentarse para velar el descanso de la pequeña.